Amazonas, el nuevo turismo

Amazonas, el nuevo turismo

Los policías nacionales Silva e Ipuchima desenfundan un teclado Yamaha y un micrófono, los conectan a la luz y echan una ojeada al cielo. A eso de las dos y media aterrizará, como todos los días, el vuelo de Aerorepública procedente de Bogotá. Silva e Ipuchima calientan la voz en la sala de recogida de equipajes, una estancia rudimentaria con cinco ventiladores de aspa que renuevan con esfuerzo el aire húmedo y pegajoso de esta esquina del mundo. Ha llovido hace un rato, antes de que llegara el único avión de pasajeros que hoy tomará tierra en esta pista, cargado de turistas y de mercancías para Leticia, la capital del departamento. No hay protocolo, ni «finger», ni «follow me». Se detiene el avión junto a la caseta-recepción, bajan los pasajeros, y Silva e Ipuchima, vestidos con su uniforme caqui, se arrancan con una melodía de aire brasileño. No parece que desafinen en exceso, mientras los pasajeros se hacen con su maleta y degustan una refrescante mezcla de cachaza y hielo. «Bienvenidos al Amazonas, la mayor reserva mundial de la biosfera», proclama Ipuchima antes de entonar el siguiente son.En realidad, la Amazonia mancha de verde siete países, pero nosotros estamos en Leticia, un curioso lugar lejos de cualquier sitio, pero a dos pasos en sentido literal de Brasil y Perú. Hasta aquí sólo se puede llegar en avión (una hora y cuarenta minutos desde Bogotá) o en barco, en una travesía de varios días desde Iquitos o Manaos. Quizá por eso, cuando el vuelo de Aerorepública despega hasta el día siguiente se mezclan las sensaciones: el tipo de paz que sólo se masca en el fin del mundo y un pellizco de inquietud, de fragilidad, que desaparece al zambullirnos en el trajín de la calle, en el caótico tráfico de motos (para qué servirían los coches, si sólo hay una carretera de unos pocos kilómetros), en el olor de la yuca sobre la parrilla y el runrún de la inmediata selva.En Leticia anochece pronto, igual que se apaga una pequeña vela en la inmensidad del horizonte, pero amanece tan deprisa que apenas da tiempo a dormir. A eso de las cinco menos cuarto, el puerto ya bulle de actividad. Los vecinos de las comunidades cercanas llegan para vender su mercancía, en especial los pescados del río, gamitana, dorado, bocachico o el sabrosísimo pirarucú, un tesoro no siempre disponible. Alrededor de los puestos, una levísima estera sobre el suelo, resuena el rugido de las motos, que también madrugan, y el primer ir y venir de los barcos. Dicen que ahora está de moda el «peque-peque», un motor de 5,5 caballos poco intrusivo cuando se trata de observar la naturaleza, las cientos de especies de árboles o aves que esperan río adelante. En una esquina del puerto atracan los cargueros que cubren el trayecto hacia Manaos. Los mochileros los cogen por 150.000 pesos (unos 50 euros), que dan derecho a hamaca y comida, y a las vistas, claro.La lancha rápida avanza veloz sin que el gran río mueva un músculo. De una orilla a otra puede haber hasta cinco kilómetros en este trapecio desconocido incluso para los colombianos. «A la izquierda, Perú. A la derecha, Colombia. A su espalda, Brasil», le pone palabras al mapa Antonio Regifo Galdino, guía desde hace una eternidad, incluso cuando no había turistas. Ahora llegan unos 28.000 al año, una cifra razonable si se tiene en cuenta que en Leticia viven poco más de 30.000 personas, pero ridícula si se pone en relación con un entorno tan apabullante. El inmenso Amazonas, 6.775 Kms, las tres fronteras, el mismo río que recorrió Francisco de Orellana en 1542 desde los Andes hasta el Atlántico.La nueva vida de los indígenasEn el siglo XVI, en la Amazonia vivían millones de indígenas. «Hoy, en este departamento quedarán unos 20.000», dice Shirley Whiler, directora del museo antropológico de Leticia. La mayoría, ticuna, aunque también hay huitotos, yaguas, yucunas… y así hasta diecinueve grupos étnicos, repartidos en pequeñas comunidades a lo largo del río. La lancha del capitán Malaquías Castro se detiene con los turistas en los poblados tras el rastro de esa historia. Los más viejos cuentan las leyendas del abuelo sabedor (chamán) y las reuniones en la maloca para tejer el canasto de la vida, o recuerdan la tradición de que los hombres fabricaran máscaras y tambores para el «pelazón», el ritual de iniciación de las mujeres indígenas, que incluía el corte de pelo al cero, o muestran las cerbatanas y los dardos mojados en curare. Por supuesto, hoy nada es lo que fue. Los indígenas venden su artesanía a los viajeros, que les acribillan a fotos, o trabajan para alguna multinacional, como el grupo Decameron, que construye senderos, un restaurante y un hotel en la isla de los micos.La autopista de agua se ha llenado de maleza y palos, y el cauce se antoja de repente una trampa para marineros inexpertos. El capitán Castro, que lleva en el Amazonas más de veinte años, llega sin problemas al Parque Nacional Natural Amacayacu, una de las cincuenta y una áreas protegidas en Colombia. El ecoturismo ha movido en todo el país 1,5 millones de visitantes en los últimos dos años. Hasta la Amazonia han llegado muchos menos, entre otras cosas porque el río y la selva se asociacian con frecuencia únicamente a Manaos (Brasil), y no a Colombia. En las 293.000 hectáreas del Amacayacu, cualquier aficionado a la observación de fauna y flora sentirá la emoción que provoca un tesoro recién descubierto. Encontramos veinticinco senderos interpretativos, pensados para una escapada corta o para una incursión de varios días tras el rastro del jaguar o de los caimanes, tras la silueta de las enormes ceibas, el árbol clásico de las regiones tropicales.Enseñar sin destruirEmpieza a llover de nuevo, aunque en este lugar donde rara vez se baja de los treinta grados eso poco importa. En Amacayacu, parque que dispone de alojamientos confortables, machacan el mensaje del turismo sostenible. Y una idea parecida mueve a los vecinos de Puerto Nariño, un pueblo a dos horas de Leticia en lancha rápida en el que no está permitida la circulación de coches o motos, salvo el camión de la basura y la ambulancia. La selva nos rodea por todas partes. Julián, nombre castellanizado de un yagua, guía un paseo en busca de árboles representativos. Aquí está la capirona, una especie que muda la piel como si fuera una serpiente. Allá, el ojé, con sus raíces inmensas. Cerca, la hamaca del duende, el cumala, el cedrillo, o el capinurí, el árbol de la fertilidad. Cientos, miles de troncos diferentes salpican un camino al que apenas consigue llegar la luz, tan tupido, tan aparentemente infranqueable.En el muelle de Puerto Nariño atracan con regularidad los paquebotes de los pescadores, y alguno turístico. Uno de ellas, manejado por Saulo, de veinte años, suele adentrarse en los lagos del Tarapote, una balsa de agua y paz sobre la que el atardecer cae a cámara lenta. Los lugareños vienen a este refugio en busca de pescado ?araguanas, pintadillos, sábalos…? que vender en el mercado de la mañana. Los turistas, en cambio, aguardan el ocaso y la silueta de los delfines rosados, el silencio, los saltos de estos bellísimos ejemplares. De regreso a Puerto Nariño, donde la luz se corta a las doce de cada noche, el estruendo de la gran ciudad se antoja sólo un vago recuerdo.Malaquías Castro pisa el acelerador camino de Leticia, con parada en otras comunidades indígenas o en la casa flotante construida por Aviatur. Es un hotel móvil de lujo para ocho personas en el que recorrer el río. En Leticia aún se podrá estirar la excursión. Quizá practicar kayak, en alguna quebrada que se interna en la selva, o canoping, ese deporte que consiste en trepar con un sistema de poleas hasta la copa de unos árboles de inmenso porte. Quizá pasear por una ciudad vigorosa pero en la que sólo hay un semáforo. O pasar a Brasil para comer. En esta tierra fronteriza, la mañana se escapa rápido. A las tres, Silva e Ipuchima nos esperarán en el llamémosle aeropuerto. Si la lluvia violenta del trópico no lo impide, el avión despegará a las tres y media en punto.

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