Santander, a pie de playa

Santander, a pie de playa

El 15 de febrero de 1941 un viento sureste de 140 kilómetros por hora torturó Santander. Los tranvías pararon, los barcos quedaron amarrados y los vecinos del puerto se sobrecogieron cuando la espuma del oleaje comenzó a estrellarse contra sus casas. Muy pocos salieron a la calle, y quienes lo hicieron caminaron a gatas para evitar las alas del diablo. La noche quedó a oscuras. Y una brasa o una chispa abrió las puertas del infierno en el número 5 de la calle Cádiz. Santander volvía a sucumbir a una gran catástrofe tras la peste del siglo XIII y la explosión del ?Cabo Machichaco? a finales del XIX. El incendio de 1941 arrasó 37 calles y redujo 400 edificios a cenizas. Murió un bombero.Desde La Porticada hasta la avenida de Calvo Sotelo y el paseo de Pereda, el centro urbano que sufrió con el máximo rigor aquella pavorosa combinación de huracán y fuego es hoy una zona bien conocida por el turista de la capital de Cantabria, junto con la fachada marítima comprendida entre Puerto Chico, La Magdalena, Castelar, el paseo de Reina Victoria y las playas de El Sardinero. Ahora bien, ¿cuántos foráneos acertarían a decir si Santander cuenta con: a) museo taurino b) acuario c) un centro de documentación sobre la poesía de la Generación del 27?Sólo aquellos viajeros que nunca han pasado de primera línea de costa podrían probablemente ubicar la bóveda celeste en la Escuela de Náutica (en el paseo Pereda), a la Fundación Gerardo Diego en la calle Gravina (complejo de la Biblioteca Menéndez Pelayo) o el museo taurino en la plaza de toros de Cuatro Caminos, singular edificio de 16 fachadas. Hay más vida detrás de la playa, quién lo diría. Las raíces pesqueras han alimentado de bulliciosa actividad a un Santander de interior que arranca, como debe ser, en el útero de la memoria: el antiguo poblado pesquero. El triángulo que forman los muelles y las calles Marqués de la Hermida y Castilla evoca a una red de la que tira un buque de arrastre. No es hermoso. Acoge un caos castizo con olor a salitre y aceite de barco. Pero en su intenso tráfico, el ajetreo de peatones y la sucesión interminable de tinglados y rótulos comerciales, el viajero se encuentra con el pasado portuario. Hay bares donde las cocineras siguen tratando al chipirón con amor de madre y un par de tiendas donde comprar efectos y ropa náuticos.Pocos turistas llegan a la parte alta. Peñas arriba, como escribió Pereda. Es el rostro poco atractivo de una ciudad nada vulgar. Pero allí se guarda parte de la gloria de los antepasados. Es el Santander viejo. Duro como sus adoquines. Merece la pena ascender desde el paseo marítimo o el Ayuntamiento hasta esta colina arracimada de casas decrépitas y centenarias, y descender de nuevo hacia el mar, siempre el mar, por el Río de la Pila. En el camino se suceden el edificio de Bellas Artes, el muy activo centro cultural Modesto Tapia, legado del arquitecto Lluis Domenech i Montaner, y la Filmoteca. También el viajero hallará un colmado especializado en conservas y vinos (calle Rualasal), un comercio de enmarcaciones que guarda una de las más singulares galerías de arte (Acuarela-El Cantil, en Cisneros, 54) o La Rana Verde (Daoiz y Velarde, 30) y sus raciones de patatas, como prólogo a una visita a Cañadío (plaza Cañadío). Creció la ciudad tan apiñada en torno al mar que absorbió magníficas edificaciones. La arquitectura es importante en el Santander interior, aunque es necesario que el viajero tenga tiempo y ganas de caminar para gozarla pues está diseminada. Algunas pistas: las villas tradicionales (calle del Carmen, Quinta Labat…), el mercado de la Esperanza ?centro neurálgico para sibaritas de la buena mesa?, el hospital de San Rafael ?Parlamento de Cantabria? y el mercado del Este, reconvertido en galería comercial y paseo cubierto. Con lluvia, no hay duda: pocos placeres (los hay, claro) seducen tanto como comprar libros en Estudio (Calvo Sotelo) o Gil (plaza Pombo), para luego llevárselos al Café Pombo o el Hipódromo, junto al faro de Cabo Mayor. Claro que si un lugar físico resume el hedonismo de la vida bella, ese es el parque de Mataleñas. Ocupa una finca de 185.000 metros cuadrados abierta al Cantábrico, junto al campo de golf municipal.

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