Cerca del Moncayo

Cerca del Moncayo

Cerca del Moncayo

Una carretera estrecha se va abriendo paso en el llano dibujado por los colores encendidos de este otoño que refleja la sed de los meses pasados. El valle es amplio y silencioso, punteado de almendros y pueblos mínimos, muchos de ellos casi totalmente abandonados. A un lado, la verticalidad perfecta de una alameda de chopos marca como una vía láctea el lugar al que nos dirigimos, el monasterio de Veruela, con las estribaciones del Moncayo como telón y, en primer plano, su muralla erizada de almenas picudas y asentada sobre arcos, cubos y torreones esquineros. Aunque estos muros van perdiendo toda sospecha de ferocidad a medida que nos acercamos.Los religiosos cistercienses, que levantaron en Veruela hacia 1170 la primera de sus fundaciones en Aragón, eran conocidos como "monjes roturadores? por su dedicación a los cultivos agrícolas: fueron grandes propietarios de tierras, contribuyeron a la repoblación de las zonas en que se afincaron y gozaron de numerosos privilegios y donaciones auspiciados por la Corona aragonesa. La muralla defensiva se transforma en una cerca de piedra roja tras la que asoma el volumen potente de un torreón, dulcificado por el remate caprichoso de su cúspide.El monasterio de Veruela se convirtió en un enclave emblemático para los artistas románticos, gracias a la semblanza que de él hizo Gustavo Adolfo Bécquer en las ?Cartas desde mi celda?, publicadas por primera vez en el periódico ?El Contemporáneo? en 1864.Los dibujos de ValerianoTras muchos siglos de esplendor, la Guerra de Independencia, primero; más tarde, la división de los monjes entre isabelinos y carlistas y, finalmente, la Desamortización de Mendizábal, en 1835, habían dejado arruinado y despoblado el monasterio. Años después fue rescatado por la Comisión Central de Monumentos y, transformado en hospedería, a él acudió a descansar desde finales de 1863 a julio de 1864 el poeta Bécquer junto con su esposa Casta, sus hijos y su hermano Valeriano. Las hermosas páginas de Gustavo Adolfo sobre el monasterio y su entorno se complementan con los dibujos realizados por Valeriano, fino pintor de paisajes y personajes.Más allá del arco de la entrada, la doble hilera de plátanos y tilos componen un agradable paseo, que deja a un lado el palacio abacial y conduce directamente a la portada románica de la iglesia. Los altos muros ennegrecidos por el humo de las velas, las bóvedas góticas, las salas de oración y de lectura, el silencioso refectorio de los monjes, la cilla donde se almacenaba el grano, la sala capitular con las tumbas de los abades? Piedras, arcos y estancias rezuman la solemnidad de los ritos y una devoción por lo bello que habría de traspasar los siglos.En el centro del monasterio antiguo, el claustro encuadra un jardín interior poblado por enormes cedros. «Largas series de ojivas festoneadas de hojas de trébol, por entre las que asoman con una mueca muda y horrible esas mil fantásticas y caprichosas creaciones de la imaginación que el arte misterioso de la Edad Media dejó grabadas en el granito de sus basílicas». Así describe Bécquer en ?Cartas desde mi celda? su visión del claustro, uno de sus rincones favoritos.Delirio de coloresDejamos atrás, señoreando el valle, el monasterio de Veruela para dirigirnos hacia el Moncayo, que esconde su cresta tras compactas amenazas grises atravesadas de vez en cuando por el resplandor de un rayo de sol. Imagen fantasmagórica del imponente macizo que, desde sus 2.316 metros de altitud, traza la divisoria entre las provincias de Zaragoza y Soria, manda sobre el curso de los ríos y mantiene a raya a las nubes. Los almendros saltan sobre las laderas aplanadas en terrazas y van cediendo espacio a las vides, un cultivo más rentable en una geografía abandonada por los hombres.Cada peldaño de monte hasta llegar al refugio y al santuario situado a 1.600 metros de altura ?a partir de aquí se inicia el ascenso al pico de San Miguel, la cumbre más alta de la cordillera Ibérica? nos ofrece un paisaje cambiante de formas y colores. En la zona baja, rebollos y majuelos alternan con las matas de brezo, aliaga, jara y retama. Enseguida nos sorprende el tono amarillento de los abedules, que dejan paso, a medida que ascendemos, a la masa hermosa de los hayedos, delirio de colores, luces filtradas y alfombra mullida bajo la que asoman las setas tras las primeras lluvias del otoño.En la zona alta crecen solitarios el pino silvestre y el pino negro. Más de doscientos kilómetros de senderos atraviesan los bosques, conducen a los circos de montaña y facilitan el encuentro con variadas especies de aves, reptiles pequeños, corzos, jabalíes, zorros y jinetas.El Centro de Información e Interpretación del parque del Moncayo y el refugio son dos lugares indispensables. En el primero tomamos contacto con la geología, la fauna y la flora del macizo; el segundo dispensa una vista espectacular del valle del Ebro, donde los pueblos grandes apenas parecen manchas y los pequeños, motas imperceptibles en medio de la grandiosidad del paisaje.Castillos, leyendas y brujeríasLa comarca de Tarazona y el Moncayo se extiende al amparo de la sierra en un territorio que, durante largos siglos de la Edad Media, fue fronterizo entre el islam peninsular y los dominios cristianos apretados más allá del Ebro, además de zona de disputa también entre los reinos de Aragón, Navarra y Castilla. Muchos de sus pueblos cuentan con restos de castillos, cascarones vacíos hoy, como queda plasmado en buena parte de las casas que muestran su descarnado abandono.A corta distancia unos de otros se encuentran el torreón almenado de Vera de Moncayo, el de Alcalá de Moncayo ?engullido por la casa parroquial?, las grandes ruinas del castillo de Añón de Moncayo ?organizadas alrededor del antiguo patio de armas? y la fortificación de Lituénigo, bastante bien conservada por fuera. El más famoso de la comarca es el castillo de Trasmoz. Gustavo Adolfo Bécquer se hizo eco de la tradición popular sobre su origen mágico ?fue levantado con ayuda del diablo en una noche? y quedó fascinado por la visión fantasmal del bastión asentado sobre la punta de una loma «donde las brujas del contorno tienen sus nocturnos conciliábulos».La bruja de Trasmoz, conocida como la tía Casca, era, según la leyenda, la cabeza visible de una antigua dinastía que iba transmitiéndose sus ungüentos y conjuros. El poeta hace una detallada descripción de las maldades que se atribuían a esta bruja y relata su trágica muerte, arrastrada por los cabellos y arrojada por un barranco.

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